EL MISTERIOSO MUNDO AYMARA

Por Clovis Díaz de Oropeza F.

Desde tiempos inmemoriales, durante la Colonia, en la República y en nuestros días, el milenario Kollasuyo, mantiene viva la  magia que le acompaña desde la Civilización Tiwanaku cuyas sorprendentes ruinas parecen dueñas del destino de todo ser vivo que habita la diversidad geológica andina, aún por descubrir en infinidad de sentidos.

El misterio deambula por los cuatro puntos cardinales de la Cruz del Sur. Se lo percibe en las altas  montañas, en los cañadones sin fin, en los caudalosos ríos, en el mundo vegetal, en la increíble variedad de animales; en la bella vestimenta de sus pobladores pero, en especial, en el carácter y costumbres de la gente que se orgullece de haber nacido en el Kollasuyo, patria de dioses del aire, del agua, de la tierra y de las profundidades terráqueas.

La parte alta de Bolivia, es un mar de montañas. Cada una de ellas tiene su nombre precolombino, sus dioses mayores y menores que mandan desde megalíticas murallas cordilleranas.

La meseta andina a más de 4 mil metros de altura sobre el nivel del mar, sembrada literalmente de lagunas, ojos de agua y humedales, es rica en retorcidos bosquecillos del árbol nativo “kewña” y de arbustos que tardan sesenta años en crecer algo más de medio metro de altura y que los lugareños denominan “thola”, mientras que a centímetros de la superficie, emerge un alfombra de yaretas, combustible ideal para la cocina casera.

Geografía propicia para la reproducción de auquénidos, aves y hasta animales de cuidado como son el puma, tigrecillos menores y gatos de monte, entre ellos el “titi”.

En este escenario de gigantescas proporciones, en el que podrían caber varias naciones europeas, viven infinidad de comunidades y pueblos kolla-aymaras. Se dicen nacidos en la noche de los tiempos en las profundas cuevas naturales de las cordilleras. Por ello adoran las montañas y reverencian cuando escalan por sus empinadas faldas, arrojando coca mascada y pequeñas piedras, a las “apachetas”, que señalan la cúspide del cerro.

Las apachetas, crecen piedra a piedra depositada por los caminantes aymaras y muchas tienen siglos de existencia.

Los naturales de esta tierra, viendo en lontananza la mole del Illimani, nunca dejan de admirarlo, recordándolo como un dios que, enojado porque otra montaña intentó crecer más alto, disparó su honda (huaraca), y cercenó la cabeza rival que cayó a cientos de kilómetros, creando a su vez el “Huayna Potosí o joven Potosí y la montaña sin cabeza, llamándose desde entonces “Mururata” que precisamente quiere decir descabezado.

Sentirse pequeño en un espacio de moles gigantes, es natural para quienes viven en el entorno montañoso y con seguridad, ocurre lo mismo con los visitantes. Fenómeno que abre las puertas de la fantasía, del misterio y de lo desconocido en el que ingresan muchas veces sin percibirlo moros y cristianos.

Si así ocurre, nada extraño que nos involucremos con las creencias precolombinas y debido misterio palpable, nos tornemos creyentes, oyentes y videntes para sentir aunque vagamente, la existencia de monumentales dioses andinos.

Este mundo mágico, en el que viven aymaras, quechuas, y nosotros mismos, está dividido en tres espacios físico-espirituales: el cielo, es “la tierra de arriba”; la superficie que habitamos es “la tierra del centro” y bajo la superficie terrestre, está “la tierra de la oscuridad” Los dioses de la cordillera boliviana, están presentes a lo largo y ancho del altiplano y valles.

Los tres niveles tienen sus propios dioses, engendrados por “Mama Pacha” o Pachamama, progenitora del panteón aymara-kolla, de hombres y mujeres. Nacemos de ella y retornamos a ella para recomenzar una nueva vida, como expresara Mario Montaño Aragón.

Creencias que imprimen a los habitantes de la altiplanicie, cierto predeterminismo: que todo está escrito y así sucederá(clovisdiazf@gmail.com).